Nunca en la historia del fútbol argentino un equipo grande condenó al descenso a otro. Este sábado, San Lorenzo puede hacerlo. Por la infamia del 63, por la eliminación del 73, por el cabeza a cabeza del 83, por una soberbia que aún no se oxida como sus copas, por todo lo que somos y todo lo que ellos representan, por Grondona, por seguir superándolos en la tabla histórica. Por todo eso y mucho más, cueste lo que cueste, tenemos que ganar.
La caída de un grande, dicen, es la felicidad de los mediocres. Si hay dos clubes en el fútbol argentino que se han regodeado, jactanciosos hasta la soberbia, con la caída en desgracia de San Lorenzo, que durante años nos han recordado cada vez que han podido y con especial saña el descenso del 81 -incluso cuando para la Gloriosa lo realizado en el 82 es uno de sus máximos estandartes de orgullo-, esos dos clubes han sido River e Independiente.
Curiosos rodeos del destino, nunca se hubieran imaginado los paladines del paladar negro, la oligarquía bienpensante del fútbol argentino, lo que el presente depararía para ellos.
Lo de los "Millonarios" está fresco aún: tras la humillación eterna del 8-M, un título que no festejó nadie, un último puesto premonitorio, un par de campañas penosas, un amague de repunte y un desmoronarse en las fechas clave, un salto al vacío de la Promoción, el Antonio Liberti en llamas, el fallido intento mediático de Revolución -la "reBolución", a años luz de distancia de los récords de convocatoria azulgrana-, el retorno sufrido y con el aval del Establishment, el cuentito de haber estado en las malas, la impostación de una mística que jamás tendrán.
Hoy parece tocarle el turno al "Rey de Copas", el de las Libertadores de cuatro partidos -cuando ganarlas aún no te aseguraba la tapa de El Gráfico, pero que los años revalorizarían como si hubieran guardado dólares bajo el colchón-, el niño mimado de la AFA, que si caía jamás besaba el fango, al que siempre lo esperaba un lecho de rosas, el que no necesitaba de aliento en las gradas para sumar laureles en el césped, el de las cuentas claras y la vuelta olímpica ordenada, el del éxito mecánico y desapasionado. El orgullo nacional que está a horas del Nacional "B"... si San Lorenzo así lo dispone.
Podría hablarte del ida y vuelta copero en el 73, podría -también- referirme al 1983 pre-Camboyano relegado por un punto de la gloria, o aludir a cualquier clásico contemporáneo de dos hinchadas hablando un idioma diferente, el complejo de inferioridad tribuneril reflejado en la pretensión de una superioridad deportiva, las copas como argumento irrefutable, el que no salta se fue a la "B" y la grandeza que supuestamente no desciende. Pero me voy a ir un poco más atrás en el tiempo, en busca de un match más emblemático.
Si no lo viviste, de seguro te lo contaron. El 24 de noviembre de este año se cumplirá medio siglo de aquel partido. ¿Quién no escuchó la anécdota del 9-1, el más grande fraude que se ha visto en las canchas argentinas? Mi abuelo se la transmitió a mi viejo, mi viejo me la transmitió a mí, y -lejos de desvanecerse- con el correr de las generaciones la ignominia de esa jornada se hará cada vez mayor, estará cada vez más viva, a tal punto que tendrá más peso histórico, hablará más de San Lorenzo e Independiente, y de sus respectivos roles en la relación con AFA -el perseguido y el beneficiado, el obrero rebelde y el hijo del dueño-, que el peso del mismo título obtenido por los de Avellaneda. Una anécdota inmortal frente a un saldo estadístico inerte.
La caída de un grande, dicen, es la felicidad de los mediocres. No soy quién para contradecir la sabiduría popular, pero también se dice que la venganza es un plato que se sirve frío... y de sólo escribirlo se me hace agua la boca.
Medio siglo después de aquel partido que los definió para siempre, y que nos definió para siempre, nuestros jugadores y cuerpo técnico deben estar a la altura de las circunstancias, sabiéndose privilegiados: envidiable posición la suya, a un paso de ganarse la posteridad escribiendo el capítulo inédito del grande que condena a otro. No es poca cosa, con el tiempo lo verán.
A 50 años de aquel estigma, llegó la hora de vindicarlos y de reivindicarnos, de marcar a fuego un "antes y después", acaso el definitivo, entre ellos y nosotros.
Por eso, tal como agradecí presenciar y atesorar para siempre el 8-M en el Gallinero, agradezco la llegada de este sábado (y no saben lo que lamento la concurrencia visitante prohibida, la fiesta proscripta en el velorio vedado).
No me avergüenza confesarte que en el fondo siempre esperé esto, Independiente. ¿Te suena "todo vuelve"? No me mires mal, que no es una frase hecha más, no es un decir por decir. A lo mejor, dentro de poco, te empieza a servir de consuelo.
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